miércoles, 9 de febrero de 2011

Encantamiento 17: Al fin un punto positivo.


Todo se acabó tan rápido como vino. Fue como la pólvora: se prendió, se extendió rápido, destruyó con todo lo que pudo y se acabó. Todo muy llamativo pero así de sencillo.
La luminosidad remitió hasta tal punto que ni las lámparas parpadeantes alumbraban lo suficiente.
La habitación estaba en completo silencio. Ya nadie peleaba, mucho menos hablaba. Ni siquiera se atrevían a respirar. Creo que contenían el aliento.
Aún no me parecía del todo real. Era más fácil imaginarlo como un vago recuerdo de algo ocurrido hace mucho tiempo y a otra persona, aunque luchaba contra esa sensación.
Lo único que osaba romper ese mutis generalizado era mi fuerte respiración. Aún sentía que me ahogaba, necesitaba más aire.
Sabía que debían de estar mirándome todos los supervivientes de la batalla. Podía sentir sus ojos clavárseme en la piel sin necesidad de levantar la cabeza. Cerré los ojos con fuerza y apreté los colmillos contra mi labio inferior. Debía recuperar la calma.
Mi cabeza seguía sin entender. Estaba hecha un lió, y por tanto, yo también. Demasiadas preguntas ahí apretujadas como para lograr fijarme solo en una. Tenía que tranquilizarme y pensar con calma.
Hice un esfuerzo por organizarme de manera coherente (mi interior siempre sería un poco caos, ya lo tenía asumido; pero intentaría esforzarme con la capa más superficial, lo único que aún se podía arreglar). Me sentiría mejor sabiendo qué hacer a cada momento. Primero, concentrarme en el estado de mis manos. El dolor había llegado hasta tal punto que había perdido la sensibilidad. Siendo lógicos, si todo el dolor anteriormente mencionado se había concentrado en mis manos seguramente con los daños había pasado lo mismo. Sólo esperaba que el grado de dolor y daños, del mismo modo, no fueran a la par. Porque entonces debían estar horribles… No quería quedarme manco (dudo que nadie quiera, la verdad), eso solo resultaría un engorro para mi trabajo; necesitaba las manos para manejar mi magia. Y si no servía para trabajar… mejor no saber tampoco que sería de mí (a lo mejor Cristofino se apiadaba, él siempre era muy benévolo…).
El niño aplastado en mi barriga se movió un poco, separándose. No fui capaz ni de pensar en lo irónico que era que se quitara precisamente ahora (¡sí que debo de estar mal!).
Yo miraba al suelo de modo que cuando alzó su cabecilla, me crucé con sus ojos dorados. Estaban brillantes después de tanto lagrimón, con los parpados rojos e hinchados. Unas pequeñas motas grises en sus iris despertaron un poquito mi atención por el contraste que suponía con ese fondo color dorado. Había algo no humano en ellos, me di cuenta enseguida; pero tendría que interesarme más tarde.
-Gracias –susurró muy bajito aunque en la habitación se oyó claramente entre tanto silencio- … me salvaste, muchas gracias. –Hizo una pequeña pausa tomando aire-. Si… si pudiera hacer algo por usted…
-Ya –me interrumpí al escuchar lo rota que sonaba mi voz. Intenté aclararla y con un tono mucho más parecido al mío continué la respuesta, logrando sacar una pequeña sonrisa-: veremos.
El pequeño asintió y se movió fuera de mi pecho. Yo seguía con los brazos en alto, incapaz de moverlos. Tenía la estúpida sensación de que cualquier ligero movimiento los quebraría. El niño miró un poco por encima de su hombro y ahogó una exclamación.
Tragué saliva dudando de querer saberlo de verdad.
-¿Tan mal están? –Oh, mierda, por favor, que las siga conservando-. ¿Tengo aún las manos enteras o les falta algo?
El pequeño dudó de nuevo, una inquietud que se transmitió hasta mí.
-Están… enteras –respiré un poco más tranquilo-, pero…
¿Pero qué? Maldita sea, no me dejes así, niñato. ¿Qué les ha pasado? No será para tanto. Agh, odiaba ese momento de tensión, el redoble de tambores propio antes de descubrir la verdad se me estaba haciendo demasiado largo.
Habría que dar el paso.
Levanté la cabeza aun reprimiendo el miedo y me miré. Estaban quemadas. Más concretamente: calcinadas. Aún podía distinguirse su forma; los dedos extendidos, con los huesos debajo de aquella cobertura roja y negra que era la carne de mis brazos. Como iba en manga corta podía distinguirse perfectamente a mitad del antebrazo dónde la piel se despellejaba y ennegrecía. Cómo había perdido su apariencia lisa para remplazarlo, en un salto casi brusco, con algo que a mí, la verdad, es que me recordaba a un montón de hilo enredado.
Lo estudié un buen rato con ojo clínico; cada trocito de piel, cada mínima gotita de sangre. Pero prefiero no daros demasiados detalles a vosotros.
No era para tanto, me dije, los huesos habían aguantado, los tendones seguramente también. Si mantenía la estructura podría recuperar la movilidad sin demasiados problemas. Solo necesitaban curarse las partes de carne quemada y ya por último formar nueva piel. Restituir el flujo sanguíneo sin desangrarme quizá sí que sería un tema peliagudo de contrarrestar (en definitiva: es tan malo como suena).
Ahora debía hacer un pequeño sondeo de qué me harían los allí presentes y prepararme por si debía escapar.
Todos en la sala permanecían en silencio todavía. Me sorprendió que ya no pelearan, pero más me llamo la atención la cantidad de gente que había desaparecido de repente, al menos la mitad. Antes había dos esencias vivas en la habitación, es decir, dos auras: la de los Guardianes y la de los demonios vampiros. Ya solo se sentía una. No había vampiros, ni uno solo. En cambio el suelo estaba lleno de cenizas, casi parecía un desierto. ¿Yo había acabado con ellos? O mejor dicho: ¿“Eso” los había destruido?
Todo apuntaba a que sí (al fin un punto positivo).
Miré discretamente los rostros llenos de mugre, sudor y cicatrices de los Guardianes. No pude mirarles directamente a ninguno de ellos porque cada vez que lo intentaba me cruzaba con un par de ojos clavados en mí. No parecía que fueran a atacarme (aunque se lo estaban pensando). Puede que no se atrevieran porque uno de sus niños (el canijo llorón) seguía a mi lado y temían herirle. Cambié de opinión automáticamente: este bulto lloroso me puede ser útil después de todo.
La voz de Albert resonó para poner fin al silencio (recordad que aunque yo me explayo, en la realidad todo sucede un poco más rápido).
-¿Qué hacéis parados? Josh, Paul; id a comprobar el estado en las habitaciones del ala Norte. Vinged y vosotros, habitaciones Este –organizó a dos equipos más dando muestra de sus dotes de mando; uno para revisar el Este y el que se debía quedar allí con él. Todos los supervivientes se pusieron en marcha en la casa en un santiamén, reviviendo de golpe con la voz profunda de Albert. Sólo quedamos yo, mi “padre”, el “héroe”, el canijo llorón, reconocí al pelirrojo desagradecido (Colyn, creo que se llama Colyn) y dos Guardianes más.
-¿Y con él qué hacemos? –preguntó uno de los desconocidos (aun no le he puesto mote) que se quedaron en el vestíbulo nada más desaparecer el grupo “Sur ” por la puerta. Parecía dudar un poco sobre si preguntar pero, según indicaban sus miraditas nerviosas, el miedo a que yo le hiciera algo al canijo llorón era más fuerte.
Albert dirigió sus ojos en mi dirección por primera vez en todo este tiempo. La ira volvió a encenderse en mis entrañas, pero pude mantenerlo como un incendio controlado.
-Ponedle unas esposas especiales y llevadlo a la enfermería, Gin se encargará de él -¿encargarse? Mantuve la calma. ¿A qué quería referirse con “encargarse”? Automáticamente empecé a comparar todos los utensilios propios de una enfermería, jeringas, bisturís, tijeras; con sus posibles aplicaciones de tortura. Eran demasiados.

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