martes, 24 de julio de 2012

Buena acción desinteresada #2: ser el ayudante (saco de boxeo) en las clases de la Academia



Albert me llevó a un gimnasio de la Academia en la que varios grupos de distintas edades entrenaban. Se dirigió hasta una panda criajos (todos preadolescentes proyectos a Guardián) que al ver a Albert se apresuraron a formar una fila frente a nosotros.
-BUENAS TARDES, SEÑOR KENSINGTOM –saludaron todos a coro. Inmediatamente empecé a aplaudirles:
-¡Qué compenetración! ¿Esto lo ensayáis varias veces al día? A esto es a lo que llamaría yo “labado de cerebro en plan militar” (tome un par de “cursillos” sobre ello estando con los Guardianes, tengo cierta idea de lo que hablo aparte de que mis parientes son Demonios de la Locura y… ya, ya me calló, lo capto, chitón).
Albert me miró muy raro pero decidió ignorar mi comportamiento. –Eeeeh. Buenas tardes. Bien –se plantó allí en medio y cruzó los brazos-, para la clase de hoy haremos práctica de combate contra demonios. Contamos con la colaboración de Alexander, contra quién os batiréis en duelo de uno en uno –fruncí el ceño y lo acribillé de una mirada, ¿a esto se refería con “ayudar en la Academia”? Albert ignoró mi mirada como pudo: -Alexander es un demonio de clase 7-2-9, ¿quién puede decirme lo que significa?
Una manito se alzó. Albert asintió hacia ella.
-Es un demonio irlandés de tipo invocatorio, su principal arma son los hechizos pero también puede invocar cambios corporales que utilizar como armas; alto puno de resistencia y velocidad. Posiblemente de la rama “Locura” por lo que es de estrategia imprevisible –alcé una ceja más aburrido que otra cosa, no entendía cómo funcionaba su sistema de clasificación para los demonios pero parecía que no me tenían en mala estima como contrincante.
-Exacto. Podéis usar dos armas como máximo, se gana el combate cuando uno de los dos cae a tierra. Prohibido los golpes mortales –dijo antes de girarse hacia mí-. Coge tus armas si quieres.
Di unos golpecitos a mis muletas. –Así está bien –pero siguió mirándome fijamente-. Elijo mis muletas, tampoco es que pueda llevar muchas más cosas en las manos.
El primer menguajo se vino hacia mí con una espada y un escudo, chillando de la emoción y todo. Lo agarré del pelo, subí la rodilla mala, se la estampé en plena frente y con las mismas le solté el pelo y lo arrojé a un lado. El crío cayó a plomo contra el suelo donde empezó a lloriquear y llamar a su mama (va en serio, la llamaba a ella).
Albert y yo nos quedamos mirándolo en silencio. Había sido tan fácil que ni me había movido del sitio.
-Creo que deberíamos ponerte en una clase en la que estén más acostumbrados a encajar los golpes…

***

Albert se fue a buscar a algún colega dispuesto a permitirme ayudar en sus clases. Se suponía que debía esperarlo en las pistas exteriores, y como no tenía nada que hacer, decidí esclafarme en las gradas a tomar el Sol.
-Ey, ¿cómo tu por aquí?
La miré guiñándo los ojos por el exceso de luminosidad. -Pues que tengo la piel de un enfermo y no me gusta –le expliqué.
-¿A eso se debe este despliegue de cicatrices? –me observó el torso desnudo y los pantalones de pijama remangados.
-Básicamente. ¿Y tú? –miré el ajustado pantaloncito de deporte.
-Entrenando un poco, Flor y yo nos hemos puesto como meta poder defendernos solas.
-Vaya, con lo que le gusta hacerse el héroe a tu príncipe, seguro que le emocionaba la idea de que dependierais de él para rescataros.
-Humm, ¡pues va a tener que aguantarse! –intentó sonar como si bromeara pero sabía que era verdad, lo cual la irritó un tanto-. Hablando de Rob, buff, voy a tener que pedirle una coleta; estoy sudando –se apartó el pelo para que le diera el aire en la nuca y se dejó caer a mi lado.
-¿Qué has estado haciendo, luchar contra tortugas gigantes?
Puso cara rara. -¿Tortugas gigantes?
Asentí. –Sus patas son lentas pero su cuello es solo un látigo.
-Vaya… no lo sabía. En realidad no sé casi nada sobre el mundo mágico.
-Tienes a Flor…
-Pero ella se ha pasado los últimos tres siglos prisionera; sus conocimientos han quedado un tanto obsoletos, me temo –dijo mirando al infinito-. Alec… ¿tú nos enseñarías?
-Requiero información para responder esa pregunta.
-¿Nos explicarías sobre el mundo mágico y… -se inclinó- nos ayudarías a controlar nuestros poderes?
-¿Cuál sería mi pago?
Rió pues se esperaba esa pregunta. –Podemos negociarlo –volvió a sentarse recta mientras se enroscaba el pelo en un moño.
-Dudo que tengáis algo que me pueda interesar, pero adelante, hablad.
-¿Y la ayuda que te estamos ofreciendo?
-Eso lo hacéis porque os da la gana.
-Podríamos retirártela.
-No lo haréis, sois demasiado buenas personas, y yo os gusto… siempre puedo aprovecharme (que lo haré) de vuestra vena sentimental.
Resopló.
-Alec, somos a… -se cortó abruptamente y frunció el ceño en busca de la palabra, parecía perdida, Nicole y Flor  estaban intentando aclararse sobre qué éramos antes de decir nada. ¿Amigos? No, porque ellas estaban enamoradas de mí. ¿Amantes? Tampoco porque yo les había dado calabazas.- ALIADOS, ¿no? Como tú dirías: eso supone un contrato social por el cual tú debes prestarme ayuda de igual modo que yo lo hago por ti.
-Empiezas a captarme –reí fríamente-. ¿Pero es que ya somos oficialmente aliados? Yo no aún no he accedido a nada.
-¿Nos ayudaras?
-Ps, vale, aliada mía –alcé las cejas como si fuera un comentario lascivo inclinándome hacia ella hasta que mi aliento le rozó la mandíbula, consiguiendo que se ruborizara y frunciera los labios. Volví a reírme descaradamente.
La Cucaracha resopló y se puso en pie con una radiante sonrisa. –Me gusta oírte reír, sabía que debías que tener sentido del humor. ¡Aunque suenas como un psicópata, o un villano de película! –bajó los escalones al trote. El moño casero se le soltó a tumbos.

***

Albert consiguió colocarme en otra clase cuyos alumnos no podían ser ni dos años más jóvenes que yo. El profesor parecía amigo de Albert y no tuvo ningún reparo para que yo me quedara a su cargo, lo cual me sorprendió. Era un cuarentón, más bien achaparrado y muy musculoso con el pelo y la barba de un feo color anaranjado. En un principio me pareció muy seco e incluso amargado, pero todo cambió en cuanto empezó el combate. Era un ser muy simple; Anthony Dooflan se llamaba y su única motivación era la lucha: practicarla, verla y enseñarla. Su único tema de conversación eran las técnicas de combate, lo que acaba por ponerte de las narices. Y yo le caía bien porque, a su parecer, sabía combatir; la raza y el carácter que tuviera le traían sin cuidado. Estaba encantado con mis golpes bajos y mi capacidad para esquivar y desequilibrar al contrario.
-¡¡El equilibrio lo es todo!! En cualquier deporte, si tenéis equilibrio, tendréis una posibilidad de vencer. ¡¡Venga, venga, el siguiente!!
Mi contrincante de repente se dejo llevar por su revolución hormonal porque se cabreó conmigo de tal modo que olvido que en esta práctica no valían los golpes mortales. De modo que le propiné un rodillazo en la entrepierna y le golpeé con la muleta en los ojos.
-Uuuuuh, ¿habéis visto eso? Juego sucio, sí señor, no todos valen para algo como eso. La mala leche es un ingrediente clave –parecía tan feliz, tan reluciente… Cualquier otro me hubiera metido en el calabozo por golpear de esa manera a sus alumnos.- ¿A qué esperas? Venga, Dani, ahora tú, ataca a las piernas.
-¡Agh! -¡Pero déjame respirar un poco, ¿no?! ¡Que ya llevo 26 adolescentes musculados y estoy convaleciente!
-¡Uah! –el chico atacó a las piernas tan literalmente que me las abrazó, tirándome. ¡Me cago en la ostia ya!
Unas campanadas nos interrumpieron.
-De acuerdo… la clase ha terminado -el profesor Anthony sonó irremediable decepcionado-. Os acompañaré a todos a la enfermería y repasaremos vuestros fallos –lo que ya dije: su único tema de conversación era la lucha.
Me senté en el suelo jadeando y sudando a más no poder. El corazón me latía a mil y me dolían las costuras. Esto era demasiado, ¿por qué coño ese tipo me lanzaba a adolescentes brabucones, encima instándoles a que me pegaran con todas sus fuerzas, si sabía que estaba convaleciente? Cuando empezaron a echárseme tan en serio no me dio tiempo a recular o dejarle las cosas claras; había quedado atrapado en su juego (aunque dudo que lo hiciera con esa intención, muy inteligente no se lo veía).
Alguien me tendió la mano. Era el chico al que acababa de patear. -¿Necesitas ayuda? Se te ve cansado… -su tono era tan amable que me desconcertó, la experiencia me había enseñado a desconfiar de quién te ayudaba cuando no era necesario. Más si no le convenía; estábamos rodeados de sus compañeros de clase, ¿no se molestarían con él si trataba bien a un demonio?
Agarré una de mis muletas del suelo y me puse en pie sin su ayuda.
-Bueno… Yo soy Daniel –esperó a que le respondiera, de nuevo con una sonrisa amable plantada en la cara-. El profesor Dooflan no lo hace por crueldad, lo único es que la emoción le hace perder un poco el Norte.
-¿Si le digo que la próxima vez será más suave se enfurruñará conmigo?
-Es posible. Un poco… le quitaras la emoción, eso es cierto.
Resoplé.
Se quedó allí, esperando.
-¿Qué?
-Ah, sí, lo siento, aún no te lo he dicho. Albert está ocupado de modo que me pidió que te enseñara yo el camino a los comedores y esas cosas.
-¿Y no sería mejor una ducha antes? –le di pequeños tirones a mí camiseta para que se aireara un poco.
-Sí, sí que ahí –me señaló una esquina del gimnasio- Pero querrás cambiarte, entonces te pillará muy lejos si no te has traído nada contigo. Si quieres puedo ir yo a por tu ropa –hizo el gesto automático de prepararse para salir corriendo en cuanto le diera instrucciones. Empezaba a sentirme muy incómodo con aquel chico; yo estaba acostumbrado a que me dieran órdenes, no a que me las pidieran.
-Eu, pues, nob, esto, quieto, no tengo ropa propia de todas formas.
-Puedo dejarte yo algo si quieres, siempre tengo algo de repuesto en la taquilla…
-¿En serio? –tanta amabilidad me asustaba.
-Claro –sonrió ampliamente, tenía una mirada limpia de color dorado y los ojos afilados, la piel muy bronceada se le pegaba a unos pómulos marcados y una nariz recta y perfecta. Tenía hoyuelos que remarcaban esa expresión jovial. Su pelo también era muy oscuro, lacio y brillante. Me eran rasgos familiares pero en ese momento no conseguía ubicarlos en ninguna parte. –Será mejor que nos esperemos un poco, a mis compañeros no les gustas mucho.
-¿Y a ti?
Se encogió de hombros. –Aún no lo he decidido. Pero por el momento me han pedido que te ayude y eso haré.
-¿Siempre eres tan… alegre? – cordial, amable, obediente, sumiso…
-Eso dicen.
-Te llamabas…
-Daniel, Dani o cómo me quieras llamar.