viernes, 30 de noviembre de 2012

Encantamiento 68: ¡Qué le den a las buenas acciones!



La tomé de los hombros, apretando con fuerza para retenerla allí, frente a mí, a pesar de sus esfuerzos por resistirse, al tiempo que cerraba los ojos para evitar el vértigo de lo que quería hacer. Ella echó la cabeza hacia atrás, pero mi boca la alcanzó, paralizándola momentáneamente. Volví a repetir el beso, girando un poco más la cabeza para que mis pestañas le rozaran las mejillas entre cada contacto de labios. Y así hasta que su boca empezó a ceder. Le guié la mano que sujetaba contra mi pecho, donde se mantuvo obedientemente al tiempo que mis brazos rodeaban su espalda, haciéndose dueños de su cintura y caderas, presionando nuestros cuerpos juntos.
Me separé un instante y murmuré con una sonrisa malvada: -Mi redención por aquel primer beso que robé. Espero que esto lo compense.
Estaba arrebolada desde el cuello hasta la frente, ligeramente cabizbaja y con los labios temblorosos. No había luz en el azul de sus ojos.
No contestó nada y el miedo y la rabia empezaron a crecer desde mis entrañas como enredaderas de espinos. –Sólo tienes una oportunidad para elegirme, ¿no es así? -Eso consiguió que reaccionara. Su ojo se abrió por el estupor, pero no deseaba preguntas sobre obviedades ni reprimendas. De modo que acaricié la comisura de sus labios con mis colmillos al tiempo que mis manos empezaban a adentrarse bajo su camiseta-. Si esperas algún tipo de revelación… puedes esperar toda tu vida, es una conversación que simplemente no tendré esta noche. Pero aún así… es tu elección.
Me apartó unos centímetros. Le aguanté la mirada unos segundos. Pero en lugar de huir como siempre, me acarició la mandíbula con sus dedos tímidos y se inclinó hacia mí, con una lágrima deslizándose por su mejilla. Abandonándose en mi abrazo, cuando a Robert lo había apartado al intentar lo mismo.

***

Acabé optando por sujetarle las manos por encima la cabeza, para que cesara con aquellos vagos intentos de cubrirse el pecho desnudo, hasta que empecé a descender por su cuerpo, sorteando el medallón, y se olvidó de detalles como la timidez.  
Sus jadeos y suspiros cargaban el aire de su habitación, entremezclados  con oraciones y disculpas a media voz dirigidas al crucifijo sobre su cama, como una cacofonía suave y constante. Ignoré el hecho de que no paraba de disculparse con su Dios por estar conmigo o la mirada que nos lanzaba aquella estatua. Nunca antes había estado en su cama hasta aquella noche, en la cual descubrí que le gustaban los besos en torno al ombligo.
Lena no tenía ni idea de aquel tipo de entretenimientos; se notaba torpe y cohibida ante todo, hasta con el más casto roce de piel (cuando le desabroché el sujetador ya ni hablamos). Al principio se quedó quietecita como un tablón de madera, dejando que yo hiciera, pero al cabo de unos pocos momentos empezó a arquear la espalda y a tantearme el vientre de forma inexperta, lo cual consiguió unos cuanto codazos.
Hasta que distraídamente le desabroché el cierre de los pantalones y ella me hizo parar, completamente escandalizada. Me recriminó con voz estridente y abrazándose de nuevo el busto que no podíamos hacer aquello porque estaba mal.
Me callé un “pues bien que te dejas” que sabía inadecuado y me dejé caer sobre el colchón con un suspiro. –Perdón, iba en automático.
El comentario pareció herirla de algún modo que no tuve ganas de analizar, y se me quedó mirando, allí arrodillada sobre su cama. De nuevo sin saber qué hacer. La miré de soslayo y le di un golpecito al medallón para que siguiera oscilando en su cuello. Tiré de ella para probar una cosa: abrazarla contra mi costado. Era algo que nunca había intentado con mis anteriores parejas. Ella se quedó allí acurrucada, aún abrazándose las tetas para que no rozaran con mi piel y respirando irregularmente en mi hombro mientras yo deslizaba distraídamente los dedos por su espalda, arriba y abajo, estremeciéndola.
-Voy a ponerme algo –anunció con voz aguda por los nervios.
-Estoy mirando al techo.
-No quiero que me acaricies la espalda desnuda, me recuerda que no llevo sujetador –se volvió a poner de rodillas, con cuidado de que no se le viera nada.
Fruncí el ceño con exasperación. -Qué más da, ya te las he visto y toqueteado.
-¡Nu-nunca había estado con un chico a-así y… y…!
-¿Y qué tal la experiencia? –rodé hasta quedar apoyado de lado.
El rubor le subió por toda la cara. -¡A-ALEC!
-¿Qué? Bien que parecía que te gustaba.
El color se intensificó aún más, aunque parezca increíble. –M-me ha gustado.
-De nada. –miré el reloj de su mesilla y me levanté de la cama en busca de mi jersey y las muletas.
-¿Te vas…? –pareció descorazonada de repente.
-Ya es la hora del desayuno y no me apetece que se pongan cotillas.
-Ah, claro… ¡Y-o tampoco!
-Bueno, nos vemos –me despedí antes de cerrar la puerta.